Cuentos para fortalecer los valores
La verdadera riqueza
Un hombre rico veraneaba en un pueblo de pescadores. Cada mañana, solía pasear por la playa, y siempre veía a un pescador dormitando en su barca. Un día se le acercó y, tras los saludos de rigor, le dijo:
—Y usted... ¿no sale a pescar?
—Bueno... sí... —repuso el pescador—: salí esta mañana temprano, y no se dio mal.
—Y... ¿no va a salir otra vez?
—¿Para qué? Ya pesqué lo suficiente para hoy.
—Pero si usted pescara más, conseguiría más dinero, ¿no?
—¿Y para qué quiero más dinero, señor?
—Bueno, con más dinero podría usted tener un barco más grande.
—¿Un barco más grande?
—Pues claro... Con un barco mayor usted conseguiría más pesca, y más pesca significa más dinero.
—¿Y para qué quiero yo tanto dinero?
—Pero... ¿no lo entiende usted?: con más dinero podría comprar varios barcos, y entonces pescaría mucho más, y se podría hacer rico.
—¿Yo? ¿Ser rico?
—Sí, claro... ¿acaso no desea ser rico? Podría usted comprarse una casa bonita, tener un coche, viajar, tener toda clase de comodidades...
—¿Y para qué quiero yo esas comodidades?
—¡Dios mío!... ¿Cómo es posible que no lo entienda?... Si usted tuviera comodidades y riquezas, entonces podría usted retirarse a disfrutar y descansar.
—Pero, caballero... ¿no ve usted que eso es justo lo que estoy haciendo ahora?
El mejor padre
Un hombre, todavía no muy mayor, relataba a un amigo:
—Quise darle a mis hijos lo que yo nunca tuve. Entonces comencé a trabajar catorce horas diarias. No había para mí sábados ni domingos; consideraba que tomar vacaciones era locura o sacrilegio. Trabajaba día y noche. Mi único fin era el dinero, y no me paraba en nada para conseguirlo, porque quería darle a mis hijos lo que yo nunca tuve.
—Y... ¿lo lograste? —intervino el amigo.
—Claro que sí —contestó el hombre—: yo nunca tuve un padre agobiado, hosco, siempre de mal humor, preocupado, lleno de angustias y ansiedades, sin tiempo para jugar conmigo y entenderme. Ese es el padre que yo les di a mis hijos. Ahora ellos tienen lo que yo nunca tuve.
Lo más importante
Durante el segundo semestre en una escuela de enfermería, un profesor hizo a sus alumnos un examen sorpresa. La última pregunta de la prueba era: «¿Cuál es el nombre de la mujer que limpia la escuela?»
Los alumnos pensaron que seguramente era una broma. Habían visto muchas veces a la mujer que limpiaba la escuela. Era alta, de cabello oscuro, como de cincuenta años, pero ¿cómo iban a saber su nombre? Al entregar el examen, dejaron la última pregunta en blanco. Antes de que terminara la clase, alguien le preguntó al profesor si esa pregunta contaría para la nota del examen.
«Absolutamente» --dijo el profesor--. «En sus carreras ustedes conocerán muchas personas. Todas son importantes y merecen su atención, aunque solamente les sonrían y les digan: “¡Hola!”, llamándolas por su nombre».
Nunca olvidaron esa lección. Todos aprendieron enseguida que su nombre era Dora.
....Y usted, ¿sabe el nombre de las personas que le sirven?
La ley del talión
En una familia, un niño observaba cómo todo el mundo trataba mal al abuelo, un anciano torpe de mucha edad, recriminándole cuando rompía algo, cuando se le derramaba la comida, cuando era incapaz de hacer muchas cosas por sí mismo. En vista de sus manos temblorosas, el padre del niño le había hecho un cuenco de madera, para evitar que siguiera rompiendo los platos de cerámica cuando se le caían al suelo.
Un día, el padre sorprendió a su hijo pequeño intentando hacer un cuenco de madera muy parecido al que usaba su abuelo. Ante la pregunta de su padre de por qué hacía eso, el niño respondió: «Lo estoy haciendo para ti, papá, para cuando seas viejo».
Desde aquel momento, nadie volvió a tratar mal al abuelo.
La memoria
Un hombre de cierta edad fue a una clínica para hacerse curar una herida en la mano. Tenía bastante prisa, y mientras se curaba el médico le preguntó qué era eso tan urgente que tenía que hacer.
El anciano le dijo que tenía que ir a una residencia de ancianos para desayunar con su mujer, que vivía allí. Llevaba algún tiempo en ese lugar y tenía un Alzheimer muy avanzado. Mientras le acababa de vendar la herida, el doctor le preguntó si ella se alarmaría en caso de que él llegara tarde esa mañana.
—No —respondió—. Ella ya no sabe quién soy. Hace ya casi cinco años que no me reconoce.
—Entonces —preguntó el médico—, si ya no sabe quién es usted, ¿por qué esa necesidad de estar con ella todas las mañanas?
El anciano sonrió y dijo:
—Ella no sabe quién soy yo, pero yo todavía sé muy bien quién es ella.